No me gusta la danza ecuatoriana, parece un montaje de
fragmentos sin sentido. Lo digo humildemente considerando claro está las
variables de mi ignorancia y plataforma cultural.
Los bailarines denotan el conteo coreográfico, no por
ineptitud o inexperiencia sino por obediencia, lo sospecho.
Sé que sonará machista y superfluo pero me confieso: me
decepciona y a falta de algo más interesante antes de terminar admirando el cuerpo de las
chicas para ver cual me parece más sensual o de rostro bello, me retiro del
auditorio para conservar mi dignidad.
Los clichés son evidentes, los lugares comunes, esos movimientos
reproducidos y aislados entre sí, no los soporto, no asisto a espectar un repaso
de la técnica o ejercicios aeróbicos, asisto a experimentar arte.
Los bailarines son demasiado jóvenes para una coreografía que
tal parece se les impone dictatorialmente. No es políticamente correcto lo que he dicho,
lo sé, pero ya lo explicaré.
Al parecer el bailarín se convierte en mero instrumento
plástico de una cuestionable inteligencia autora y coreográfica superior a él.
Tras sus movimientos se evidencia una voluntad que no es la suya y da asco a
quien entiende el arte desde el concepto, el sentir y el deseo.
Se coarta la libertad expresiva del bailarín, al parecer
bajo su propia sumisión, por eso digo que son muy jóvenes para oponerse a ello,
no para la técnica, el deseo o el derecho a serlo.
Esta danza carece de corazón y se nota en los movimientos
repasados y autómatas de los bailarines, en sus expresiones faciales duras y
sonrisas de protocolo.
La belleza prima. Esa belleza venida que desembarcó en esta
geografía para quedarse como implacable curadora de los cuerpos.
Los estereotipos son evidentes y empobrecen el lenguaje
corporal reduciéndolo a lo graham.
Se evidencia la selección de los cuerpos y la estereotipación
de los centros de interés compositivo, siempre vemos en primer plano la dama de piernas largas
y el caballero alto.
Queda poco espacio para la anomalía –inherente al arte-, nada para
la diversidad corporal, para la
personalidad y el pensamiento del bailarín hecho movimiento y viceversa.
Es recurrente el “exotismo culto” ecléctico, jerarquizado, no
bajo la academia o tradición europea, sino bajo el academismo riguroso, no del
pasado, sino de su escritura dinámica y reciente. Lamentablemente la
reproducción de la regla aún no se rompe.
El fracaso de esa codigofagia provinciana paradójicamente
alimenta lo provinciano y hace metástasis en el público, en sus aplausos vacilantes,
en su asistencia siempre insuficiente o en las presentaciones financiadas por
parientes o por la institución pública.
Desde mi entendimiento en la danza el artista (bailarín) no
es un robot ejecutor, es mas bien un ente lúdico, mago, sacerdote, declamador, animal
en celo, sujeto en trance, demonio, víctima y agresor, él y nosotros, autor y
medio; suda, siente, respira, adolece, goza, ríe, celebra, seduce, llora, ama agrede…
expresa o traduce formalmente no necesariamente desde la conciencia o el
sistema su experiencia vital, el artista bailarín es un todo, piensa, siente y
se mueve de manera simultánea. Es el dueño de su cuerpo y se une al universo
cada vez que danza pues cada gesto es significante por momentáneo al ritmo de
su nervio y no del 123 programado. Usa la técnica en beneficio de su proyecto y
no al contrario. Como el jazz y la catarsis. Nos lleva con él.
Pido libertad, menos ortodoxia coreográfica, coautoría para
los bailarines; mayor inteligencia, generosidad y campo para los autores.
Si no se puede al menos busquemos otra denominación para
hablar de danza ecuatoriana.
Sin generalizar.
Disculpe usted, lo que he dicho lo llevaba en el pecho hace
varios años.
Mario F. García
Marzo, 2013.